ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Nadie presta más atención a las cosas que un recién llegado, nadie se fija tanto como el forastero con ganas de descubrir y saber, porque él no da nada por supuesto, a diferencia de los naturales o de los habituados, y cada tarea que para los demás es rutinaria para él constituye una peripecia, poblada de sorpresas, de incertidumbres y hasta de peligros. El recién llegado, el extranjero de ojos abiertos y buena voluntad, disfruta de cada hallazgo mínimo como de un tesoro, de una palabra nueva que aprende igual que de las habilidades necesarias para viajar en autobús, y vive tan volcado hacia fuera, tan ensimismado en sus aventuras y descubrimientos, que no tiene tiempo ni ganas de ensimismarse en los hábitos consabidos de su propia conciencia, y le parece que no es del todo quien era antes de llegar.
Hay, desde luego, quien no se entera de nada, quien se mantiene coriáceamente recluido en su identidad, y sólo responde a lo nuevo con un instinto de rechazo, o ni siquiera eso, sin mirar a su alrededor. Pero igual que existe la xenofobia, que es uno de los mayores venenos de la historia humana, existe, por fortuna, la xenofilia. Palabra que no sé si está en el diccionario, pero que sería urgente incluir: el gusto por conocer y disfrutar lo que no se nos parece, por viajar con la lentitud necesaria a otros países, a otros climas y a otros idiomas, por no dejar que le crezca a uno ese caparazón de crustáceo mental de quien sólo sabe amar lo que considera suyo, lo que cree que le corresponde por privilegio de su nacimiento.
Con frecuencia de quien más se puede aprender sobre el propio país es de un visitante extranjero, de un visitante cultivado y asiduo que carece de las anteojeras y las rigideces del nativo y también de los apresurados lugares comunes del turista. Decía Borges que el patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones: una de las más perspicaces, sin embargo, es la pasión del forastero por la ciudad o el país donde no ha nacido, pero donde lo ha llevado un sistema de instituciones y afinidades electivas que se parecen al de la amistad y el amor. Hay países en los que esa mirada de fuera es más necesaria que en otros: en España yo creo que es imprescindible, en parte por nuestra tendencia a la cerrazón, en parte por nuestra desidia.
Es probable que la Alhambra no se hubiera salvado de la absoluta ruina en el siglo XIX de no ser por el empeño de viajeros como el norteamericano Washington Irving o el inglés Richard Ford, que cuando llegó a ella por primera vez vio que no era más que una fortaleza devastada en la que había un polvorín con un pararrayos y un gobernador tuerto, cojo y beodo que rompía los frascos vacíos de vino contra las paredes de azulejos. Por mediación del cónsul británico en Sevilla, Ford logró que al menos el pararrayos no estuviera justo encima de la torre que albergaba el polvorín. La memoria española ha quedado con mucha frecuencia tan en ruinas como los mejores monumentos españoles, y también ha sido preciso, para restablecerla o salvarla, la pasión perspicaz y la generosa xenofilia de los viajeros de otros países.
No hablo de los embusteros, de los inventores o propagadores de lugar común más caricaturesco y despectivo, que van de Théophile Gautier a Ernest Hemingway. Me refiero a otros, de mirada más atenta e inteligencia más serena, sobre todo a unos cuantos historiadores, alguno de los cuales está apareciendo en los periódicos de estos días. A John Elliott le acaban de dar el Premio Príncipe de Asturias, y Henry Kamen, cuya historia espléndida de la Inquisición leímos todos en aquel tomo inolvidable de Alianza, anuncia la próxima publicación de su biografía de Felipe II. Pero yo pienso también en Gerald Brenan, que quiso que lo trajeran de Inglaterra para morirse en Alhaurín el Grande, en Gabriel Jackson, que escribe con la misma claridad y perspicacia sobre nuestras guerras pasadas y nuestras confusiones y parodias del presente, en Ronald Frazer, a quien debemos una espléndida historia oral de la guerra civil, en Ian Gibson, que en los años sesenta fue el último o el penúltimo viajero romántico por Andalucía, y ha exhumado y restablecido para siempre la biografía de Federico García Lorca, el relato terrible de los últimos días y las últimas horas de su vida.
Hay mucho más, en general disperso por las universidades de Europa y América, viajeros eficaces que vienen a investigar en la soledad de los archivos, a disfrutar de la vida y de la luz de las calles, del idioma español, de las comidas y de las conversaciones españolas. Con alguna frecuencia ellos hacen lo que nosotros no sabemos hacer, por la ceguera de quien está demasiado cerca de las cosas, por la aturdida negligencia y la charlatanería que nos van contagiando los energúmenos de la baja política. A Paul Preston le debemos sin duda la mejor biografía del general Franco. De pocos libros de ficción he disfrutado yo tanto como de los volúmenes de La España de los Austrias, de John Elliott, o de su biografía del conde-duque de Olivares, que es a la vez el retrato de un tiempo y de un carácter y un manual absorbente sobre la psicología de la ambición política. Sin Johnathan Brown sabríamos mucho menos sobre la vida y la pintura de Velázquez. Sin Juan Marichal, que es español pero ha conocido la distancia del exilio y cultivado en él la disciplina anglosajona de la investigación histórica, la tradición progresista y liberal española sería aún más desconocida de lo que ya es. Ahora que la historia de España desaparece de los planes de estudio, o es sustituida por mitologías y tebeos al gusto de cada sátrapa comarcal, miradas extranjeras y fieles como las de Elliott, Kamen o Brown se nos vuelven más necesarias que nunca para saber quiénes somos. Hay que estudiar historia, dice Elliott, porque la ignorancia lleva al recelo y al odio. Hay que estudiar historia y hay que volverse un poco extranjero. (El País, 20.11.96)
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