JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE
El País, 16 de junio de 2013
¿Tenemos la generación mejor preparada de la historia? Cada vez que lo oigo miro rápidamente a mi alrededor y trato de encontrar a los protagonistas de la afirmación. La última vez lo escuché de labios de José Antonio Griñán, pero no ha sido el único, ni será el último, porque ese falso convencimiento ha superado las fronteras partidistas y se ha incrustado en el imaginario colectivo de la frase lisérgica, como la certificación de una verdad absoluta. Así, aunque todos los análisis, endógenos y exógenos, de nuestra realidad educativa, nos lleven a pensar lo contrario —que estamos no ante la mejor, sino ante la generación peor preparada de nuestra historia reciente—, los políticos siguen manteniendo esa posición incuestionable, como si plantearse su más mínima fisura constituyera un anatema contra el que hay que rebelarse con furia convencida, negándolo sin contemplaciones, pero también sin argumentos probatorios.
No hace falta remitirse al Informe PISA, que nos sitúa en la vanguardia, sí, pero del furgón de cola europeo, para tener una perspectiva del nivel intelectual de nuestros estudiantes antes de llegar a la Universidad. Si hace varias décadas, en el examen final de Bachillerato no se podía aprobar con faltas de ortografía, ahora los profesores de Universidad ya han renunciado a penalizarlas en las pruebas escritas, porque saben que, de hacerlo, casi no podrían aprobar a ningún alumno. Pero también esto es, en el fondo, más referencial que explicativo de una realidad ominosa, que nos arrastra hacia un futuro desesperanzador, no tanto porque la gente casi no sepa redactar correctamente, sino porque sin el razonamiento en la lectura, con una comprensión lógica entre el pensamiento y la palabra, los ciudadanos estarán más indefensos ante cualquier abuso.
Esta famosa generación “mejor preparada de la historia” sabe leer, es cierto, más o menos mayoritariamente, a diferencia de otras. Pero el asunto comienza a complicarse si tratamos de dilucidar si, además de saber leer, son capaces de establecer una corriente mínima de significación, o una lectura comprensiva que les sirva no sólo para asimilar, mejor o peor, la información que han recibido, sino para interpretar el sentido del texto.
Desde que empecé a publicar libros, he tenido la oportunidad de participar en muchos encuentros con chavales, en colegios e institutos. La experiencia, quizá la más estimulante alejada del escritorio, me ha resultado tan enriquecedora como dura interiormente. Porque en los últimos 10 años, hablándoles de las mismas cosas —o sea, la escritura, la lectura y la vida—, he venido notando un cambio progresivo en su nivel de comprensión y de conocimiento de la lengua hablada normalmente. Quizá este sea el éxito de la famosa generación mejor preparada: una igualación de mínimos perfectamente lograda, para que todo el mundo entienda a partir de ese mínimo, sin exigirle más. El empobrecimiento expresivo, semántico, intelectual, tiene su correlación inevitable en la formación de unos ciudadanos mucho más expuestos, más manipulables e inconscientes que un chaval que haya leído, comprendido e interiorizado La regenta.
Claro que hay chicos brillantes: también los he conocido. Pero cuanto más mediocre es el clima en que se desenvuelven, menos capacidad de desarrollo podrá tener cualquiera de sus talentos. He hablado con muchos profesores y la opinión sobre las causas de este empobrecimiento paulatino es más o menos unánime: la pérdida del principio de autoridad, la exigencia cada vez menor y el cambio continuo de unos planes de estudio que debieran de haber sido la primera materia principal de consenso entre los partidos políticos, pactando un modelo educativo sostenido en el tiempo, en lugar de la alternancia que va dejando las asignaturas cada vez más vacías de contenido.
Siempre habrá gente brillante, pero nuestro sistema no lo es. Defender que tenemos la mejor generación es un disparate, o un cinismo, sólo comparable a afirmar que en España la gente habla generalmente más idiomas, algo que sí sucede en otros países europeos. Los héroes de este triste relato, como siempre, son los profesores, luchando contra el pasotismo de muchos de los padres, la influencia nefasta —criminal— de las televisiones, el engaño de la facilidad digital y el desvergonzado abandono de la cultura del esfuerzo. Pero para cambiar, para levantar esto, hay que empezar por reconocer el mal, por no seguir engañándonos a nosotros mismos ni a nuestra juventud.
El País, 16 de junio de 2013
¿Tenemos la generación mejor preparada de la historia? Cada vez que lo oigo miro rápidamente a mi alrededor y trato de encontrar a los protagonistas de la afirmación. La última vez lo escuché de labios de José Antonio Griñán, pero no ha sido el único, ni será el último, porque ese falso convencimiento ha superado las fronteras partidistas y se ha incrustado en el imaginario colectivo de la frase lisérgica, como la certificación de una verdad absoluta. Así, aunque todos los análisis, endógenos y exógenos, de nuestra realidad educativa, nos lleven a pensar lo contrario —que estamos no ante la mejor, sino ante la generación peor preparada de nuestra historia reciente—, los políticos siguen manteniendo esa posición incuestionable, como si plantearse su más mínima fisura constituyera un anatema contra el que hay que rebelarse con furia convencida, negándolo sin contemplaciones, pero también sin argumentos probatorios.
No hace falta remitirse al Informe PISA, que nos sitúa en la vanguardia, sí, pero del furgón de cola europeo, para tener una perspectiva del nivel intelectual de nuestros estudiantes antes de llegar a la Universidad. Si hace varias décadas, en el examen final de Bachillerato no se podía aprobar con faltas de ortografía, ahora los profesores de Universidad ya han renunciado a penalizarlas en las pruebas escritas, porque saben que, de hacerlo, casi no podrían aprobar a ningún alumno. Pero también esto es, en el fondo, más referencial que explicativo de una realidad ominosa, que nos arrastra hacia un futuro desesperanzador, no tanto porque la gente casi no sepa redactar correctamente, sino porque sin el razonamiento en la lectura, con una comprensión lógica entre el pensamiento y la palabra, los ciudadanos estarán más indefensos ante cualquier abuso.
Esta famosa generación “mejor preparada de la historia” sabe leer, es cierto, más o menos mayoritariamente, a diferencia de otras. Pero el asunto comienza a complicarse si tratamos de dilucidar si, además de saber leer, son capaces de establecer una corriente mínima de significación, o una lectura comprensiva que les sirva no sólo para asimilar, mejor o peor, la información que han recibido, sino para interpretar el sentido del texto.
Desde que empecé a publicar libros, he tenido la oportunidad de participar en muchos encuentros con chavales, en colegios e institutos. La experiencia, quizá la más estimulante alejada del escritorio, me ha resultado tan enriquecedora como dura interiormente. Porque en los últimos 10 años, hablándoles de las mismas cosas —o sea, la escritura, la lectura y la vida—, he venido notando un cambio progresivo en su nivel de comprensión y de conocimiento de la lengua hablada normalmente. Quizá este sea el éxito de la famosa generación mejor preparada: una igualación de mínimos perfectamente lograda, para que todo el mundo entienda a partir de ese mínimo, sin exigirle más. El empobrecimiento expresivo, semántico, intelectual, tiene su correlación inevitable en la formación de unos ciudadanos mucho más expuestos, más manipulables e inconscientes que un chaval que haya leído, comprendido e interiorizado La regenta.
Claro que hay chicos brillantes: también los he conocido. Pero cuanto más mediocre es el clima en que se desenvuelven, menos capacidad de desarrollo podrá tener cualquiera de sus talentos. He hablado con muchos profesores y la opinión sobre las causas de este empobrecimiento paulatino es más o menos unánime: la pérdida del principio de autoridad, la exigencia cada vez menor y el cambio continuo de unos planes de estudio que debieran de haber sido la primera materia principal de consenso entre los partidos políticos, pactando un modelo educativo sostenido en el tiempo, en lugar de la alternancia que va dejando las asignaturas cada vez más vacías de contenido.
Siempre habrá gente brillante, pero nuestro sistema no lo es. Defender que tenemos la mejor generación es un disparate, o un cinismo, sólo comparable a afirmar que en España la gente habla generalmente más idiomas, algo que sí sucede en otros países europeos. Los héroes de este triste relato, como siempre, son los profesores, luchando contra el pasotismo de muchos de los padres, la influencia nefasta —criminal— de las televisiones, el engaño de la facilidad digital y el desvergonzado abandono de la cultura del esfuerzo. Pero para cambiar, para levantar esto, hay que empezar por reconocer el mal, por no seguir engañándonos a nosotros mismos ni a nuestra juventud.
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