La implantación este curso del 'modelo Bolonia' abre la posibilidad de acabar con las "clases magistrales". Sin embargo, aún hay profesores y alumnos que defienden este método medieval, anterior a la imprenta. El diálogo en clase debe sustituir al espectáculo de los alumnos anotando cosas que no entienden.
JOSÉ LÁZARO
El País, 02/09/2010
Es posible que la implantación del llamado modelo Bolonia (que algunos profesores llaman "la amenaza Bolonia") tenga muchos de los inconvenientes que nos predicen los agoreros, pero tiene sin duda una enorme ventaja: abre la posibilidad de acabar con el nefasto hábito medieval de dar y recibir clases. O, al menos, nos facilita mucho las cosas a los profesores que llevamos años intentando no dar ni una. Es la parte buena del modelo docente cuya implantación está prevista para este mismo mes en las universidades españolas que todavía no lo han hecho. Una espléndida noticia, al margen de que sea cierto o no que el modelo Bolonia es solo una estrategia del Mercado Feroz para acabar con los heroicos especialistas en filología wahili o para reconvertir a los novelistas en ingenieros.
De las costumbres arcaicas que aún padecemos en la enseñanza, pocas hay más absurdas y dañinas que las llamadas "lecciones magistrales" (no es broma, se llaman así). Como es sabido, el asunto consiste en que por las tardes los profesores repasan en algún libro el tema que tienen que exponer a la mañana siguiente. Durante la hora de clase lo desarrollan, más o menos correctamente, en forma de soliloquio. Los alumnos toman notas (los tristemente famosos "apuntes") de lo que logran escribir de lo que consiguen entender de lo que el profesor ha dicho. Meses después, para preparar el examen, memorizan lo que son capaces de descifrar en las notas que han tomado.
¿No sería más lógico empezar al revés? Es decir, que sea la lectura por los alumnos de un texto bien elaborado el punto de partida y el diálogo con el profesor un apoyo para la mejor comprensión y asimilación del texto. ¿O es que hay tantos profesores capaces de exponer un tema mejor de forma oral que dedicando un par de tardes a escribirlo? Y esta cuestión, particularmente importante en el caso de las disciplinas humanísticas, debe plantearse también a las ciencias sociales y a las experimentales.
El origen medieval del método se advierte claramente en el pomposo término "lecciones magistrales". La lección (lectio) era una lectura que el ayudante realizaba y que después el maestro (magister) comentaba de forma oral. El mismo esquema que aún utilizan las misas de los católicos: los subalternos leen fragmentos del Nuevo Testamento y luego el sacerdote los comenta para extraer y desarrollar su sentido. Tal sistema era inevitable cuando aún no existía la imprenta, que abrió la posibilidad de que todo el mundo pudiese leer los textos directamente. Es decir: las "lecciones magistrales" dejaron de tener sentido a partir de Gutenberg. O, mejor dicho, tienen sentido cuando se trata de un texto sagrado cuyo sentido ortodoxo hay que predicar, pero no cuando se trata de una disciplina racional o científica cuyo sentido hay que comprender y sobre el que hay que reflexionar y deliberar.
Todos hemos tenido profesores espléndidos a los que daba gusto escuchar. ¿Cuántos fueron? ¿El 10%, el 20%? Mi impresión, a ojo de buen cubero, es que fueron menos. El resto aburría a las ovejas. Es cierto que hay algunos profesores que hablan con brillantez y, sin embargo, solo escriben textos plúmbeos. "José María" -le decía un amigo mío al catedrático que había sido su maestro-, "¿cómo es posible que sea tan fascinante escucharte y tan aburrido leerte?". Estos profesores deberían seguir dando clases tradicionales, que además -en su caso- son realmente magistrales. También es cierto que hay escritores magníficos que, al escucharlos en persona, le tiran a uno el alma a los pies. No recuerdo cuál era el que le decía a un decepcionado admirador al rato de conocerlo: "Tenga usted en cuenta que mis libros son mucho más inteligentes que yo". Pero la regla general es que lo que uno piensa, estructura, redacta y corrige tiene mucha más coherencia y solidez que lo que expone oralmente de forma más o menos ordenada. Y, desde luego, tiene mucha más calidad que los apuntes que un estudiante toma al escuchar al magister.
Quienes hayan tenido que padecer las deprimentes reuniones que en nuestras universidades se han realizado recientemente para organizar la adaptación al modelo Bolonia habrán comprobado que una gran parte de los profesores las han planteado de forma abiertamente lampedusiana: "Vamos a ver lo que tenemos que aparentar que hemos cambiado para poder seguir haciendo lo de siempre". Lo curioso es que también son bastantes (aunque no tantos) los alumnos que defienden el método tradicional con argumentos del tipo: "Es que se nos quedan mejor las cosas al escucharlas que al leerlas". Claro, la falta de función atrofia el órgano. Así que a las afirmaciones pintorescas, respuestas disparatadas: "Entonces, si os parece, yo grabo todas las clases y os las doy para que las escuchéis en vuestro MP3". Entonces los estudiantes sonríen y empiezan a entender lo que es argumentar por reducción al absurdo.
Cuando se les dice el primer día de clase a los alumnos que el principal objetivo de la asignatura es enseñarles a leer, sus rostros expresan el diagnóstico que acaban de hacer: "Este profesor es un cachondo mental que pretende tomarnos el pelo". Días después, tras unas cuantas horas de deliberación sobre los primeros textos que han leído, tras haber dialogado acerca de ellos con el profesor y haber escuchado lo que sus compañeros entendieron en las mismas páginas que ellos han leído, la expresión de los rostros cambia bastante. Expresan entonces el descubrimiento de que leer no es una actividad tan automática como pensaban, que el sentido cambia mucho cuando hay la oportunidad de dar una cuantas vueltas a lo que otros han encontrado en esas mismas páginas que en una primera lectura parecían tener un sentido tan claro.
Podría pensarse que la resistencia a abandonar el sistema tradicional por parte de muchos profesores es debida a que el comentario de textos (propios o ajenos) requiere bastantes horas de interacción con los estudiantes, grupos poco numerosos y, por tanto, mucho más tiempo de docencia presencial para el profesor. Se podría matizar tal objeción, porque lo que requiere el método son horas previas de lectura por el estudiante, pero este tipo de clases requiere menos preparación inmediata que las monologales y además el número de horas de docencia presencial que solemos tener los profesores universitarios (por razones justificadas, desde luego) es bastante menor que el que tienen los de enseñanza media (por no hablar de los horarios de taxistas o camareros).
Pero el verdadero problema quizá esté en la preparación de fondo, pues este tipo de enseñanza lo que de verdad requiere es una sólida base de conocimientos, una capacidad de responder a cuestiones imprevistas, una flexibilidad para interaccionar con el interlocutor sin saber cuál va a ser su próximo paso... Es mucho más fácil y más cómodo memorizar el temario y repetir año tras año las lecciones. Magistrales, claro está.
Pero la pereza y la inseguridad probablemente no sean las únicas razones que se ocultan tras la defensa numantina de las clases tradicionales y la resistencia a las dialogadas. Es curioso que los profesores más proclives a la enseñanza interactiva suelen ser los que reciben más invitaciones a impartir seminarios, ponencias y conferencias fuera de su propia universidad (y fuera de la universidad). Y es curioso también observar la forma en que muchos defensores de las clases tradicionales en formato de soliloquio disfrutan en el momento de repetir sus periódicos monólogos. Gozan intensamente de las horas de clase, con el placer de tener a unas docenas (¡a veces un centenar!) de criaturas escuchando (y anotando) su brioso verbo a lo largo de una hora, sin interrupciones. Decía Freud que nadie es capaz de renunciar sinceramente a un placer que ha conocido. Y hay pocos placeres más dulces que los que acarician el núcleo de la naturaleza humana. Es decir, el narcisismo.
José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en la Universidad Autónoma de Madrid y premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias por su libroVidas y muertes de Luis Martín-Santos (Tusquets).
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