Andreu Navarra, profesor de Lengua y Literatura de Secundaria, retrata la incapacidad de concentrarse de la nueva generación de “ciberproletariado” o la ausencia de debate sobre el futuro al que esta sociedad quiere conducir a sus jóvenes. Navarra no es un teórico, pero sí un torrente de verdades que acaba de publicar Devaluación continua (Tusquets), un latigazo contra la ceguera, una llamada de emergencia ante la degradación del modelo educativo.
“Los profesores queremos crear ciudadanos autónomos y críticos, y en
su lugar estamos creando ciberproletariado, una generación sin datos, sin
conocimiento, sin léxico. Estamos viendo el triunfo de una religión tecnocrática
que evoluciona hacia menos contenidos y alumnos más idiotas. Estamos sirviendo
a la tecnología y no la tecnología a nosotros”, afirma Navarra. “El profesor está exhausto,
devorado por una burocracia para generar estadísticas, lo que le quita energía
mental para dar clase”.
El testimonio de Andreu Navarra (Barcelona, 1981), historiador, tiene
el valor de quien ha impartido clase durante seis años en colegios concertados
y públicos, en zonas ricas y castigadas, donde encuentra por igual “profesores
heroicos” en un sistema educativo estresado por la propia sociedad de la que es
espejo: hay padres ausentes porque trabajan demasiado; hay violencia; hay
chicos sin comer o desayunar; hay muchos problemas mentales; y hay una generación
ausente por su concentración en las redes y su identidad virtual.
“Lo audiovisual está creando una nueva Edad Media de personas
dependientes de satisfacer el placer aquí y ahora, cuando la vida es muy
diferente. En la vida hay que saber leer contratos, alquilar pisos, cuidar a
tus mayores, criar hijos. Pero el ciberproletariado se viene abajo ante
cualquier problema. Son personas que no serán capaces de trabajar porque tienen
la concentración secuestrada por las redes”, dice. No es que todos los jóvenes
encajen en su mirada crítica, pero sí ve el riesgo de exclusión de una cuarta
parte de los alumnos en una tormenta perfecta de precariedad y vida virtual.
El libro de Navarra recurre a Ortega y Gasset para apelar a un debate
necesario antes de todo lo demás: a dónde vamos. “Si sabes a dónde vas, si
abrimos un debate sobre el modelo de futuro al que queremos avanzar, después
regularás la tecnología, los horarios o lo que sea, pero antes de aumentar o
disminuir las horas tienes que pensar qué quieres hacer con ellas”, sostiene. Y
el modelo de sociedad que convierte en héroes carismáticos a Pablo Escobar o
Jesús Gil en series de televisión;
la falta de ejemplaridad de unos políticos “pillos, de ahora no te hablo, de
quién la tiene más larga”; la mentalidad Fraga de “turismo y populismo que
prosigue en Salou, en Magaluf, en que destrocen Barcelona” no ayuda. “Falta
reflexión sobre la sociedad que queremos, por qué no apostamos por un MIT español,
por exportar literatura, ingeniería patentada aquí y no exportar ingenieros”. Pero “el papel de ascensor social de la educación está fracasando y
estamos creando bolsas de guetos, de personas sin futuro”.
Menciona también el maquillaje de la ignorancia que practican los
colegios para mejorar la estadística. E insiste una y otra vez en la
incapacidad de fijar la atención, gran carencia de una nueva generación con
fotos en las redes, pero sin memoria. “Hemos conocido varios capitalismos y
ahora mismo estamos en el capitalismo de la atención, en una economía de
plataformas que mercantilizan tu atención. Si estás viendo unos mensajes,
alguien gana dinero y si ves otros, lo gana otro alguien. No podemos repensar
la educación si no pensamos cómo devolver la atención a las aulas, y regresamos
del mundo virtual. Ahora no podemos ensimismarnos, como defendía Ortega y
Gasset, porque todo es ruido, la política es gritos, eslóganes, nadie piensa,
nadie escribe, todo es tontería y eslogan y eso ha llegado a las aulas: lo
simplista, lo binario, el bien y el mal”. Los Steve Jobs o Zuckerberg,
recuerda, recibieron educación analógica. Y los gurúes tecnológicos
mandan a sus hijos a colegios analógicos. Es por ello por lo que,
concluye, “hasta que arreglemos la sociedad, no podremos arreglar el sistema
educativo”. (El País, 15 de septiembre de 2019)
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