Por ALBERTO SOLER
Si observamos a nuestro alrededor nos daremos cuenta de la gran diversidad de personas que nos rodean. Gente muy distinta a nosotros con sus propias prioridades, valores, ilusiones y miedos. Aunque son muchas las cosas que nos separan de ellos, una nos une de un modo singular: el deseo de ser felices. Pero esa dicha en ocasiones nos puede resultar un tanto esquiva. Seguimos sin saber qué nos acerca o nos aleja de ella, por lo que acabamos confundidos, empleando grandes cantidades de energía en cuestiones que poco aportan a nuestro bienestar.
Tendemos a asociar la conquista de ciertas aspiraciones con la felicidad: “Seré feliz cuando cambie de trabajo”, o “cuando consiga una pareja, o “si logro el divorcio”, o “cuando compre mi propia casa”. Aunque lo vivimos con naturalidad, cuando alcanzamos alguna de estas ansiadas metas, paradójicamente nos damos cuenta de que la felicidad no ha llegado. Sentimos satisfacción por el logro, sí, pero esta se desvanece con frustrante velocidad.
De este modo van pasando los días y los años, y no alcanzamos a comprender que vivimos como ratones en la rueda. Corriendo mucho, pero sin llegar a ningún sitio. Porque nada más terminar ya nos hemos marcado la siguiente meta, sin parar un segundo a disfrutar aquello que tanto nos costó lograr. Nunca estamos satisfechos, somos incapaces de renunciar a nada. Y ello nos hace infelices. En la novela 13,99 euros, de Frédéric Beigbeder, el protagonista, Octave, publicista, lo expresa así: “Siempre me las apaño para que os sintáis frustrados (…) Os drogo con novedad, y la ventaja de lo nuevo es que nunca lo es durante mucho tiempo. Siempre hay una nueva novedad para lograr que la anterior envejezca (…) En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume”.
¿Y si hemos estado equivocados todo este tiempo? ¿Y si la felicidad no reside tanto en lograr ciertas aspiraciones como en sentir satisfacción por lo que ya hemos logrado? El sentirnos felices o desdichados está muy relacionado con la manera en que percibimos nuestra situación actual, esto es, con lo satisfechos que nos sintamos respecto a lo que poseemos en el momento presente. En una sociedad en la que predominan valores como la ambición, la generación de necesidades y un inconformismo patológico, esto es un objetivo muy difícil de lograr.
La filosofía budista sostiene que la felicidad está determinada más por el estado mental que por los acontecimientos externos. Circunstancias tan extremas como sufrir una grave enfermedad o ganar la lotería pueden provocar que nos sintamos más contentos o deprimidos a corto plazo, pero no suelen provocar efectos duraderos en nuestro estado de ánimo. Este tiende a volver a su nivel previo al cabo de un tiempo, tras un periodo de adaptación a la nueva realidad. Con demasiada frecuencia confundimos esa satisfacción o placer temporal con la felicidad, la cual es en realidad un estado mental consecuencia de cómo nos enfrentamos a la vida. Por ello vivimos enganchados al logro y nos volvemos adictos a las emociones efímeras.
Un camino para acercarnos a la tan ansiada felicidad reside en conseguir un buen equilibrio entre nuestras aspiraciones, basadas en una legítima ambición por mejorar nuestras condiciones de vida, y la capacidad de disfrutar y conformarnos con lo que tenemos. Es más que probable que la mera lectura de la palabra “conformarnos” haya disparado una especie de señal de alarma en el lector. Es normal, estamos programados para ello. Evitar el conformismo es un mecanismo de protección que nos permite seguir progresando, pero que puede terminar volviéndose en nuestra contra. La ambición por avanzar hace que la sociedad prospere y que la humanidad siga su curso: sin ese impulso para mejorar seguiríamos viviendo en las cavernas a merced de los elementos. El problema es que nos falta capacidad para apreciar lo que tenemos por miedo a quedarnos estancados. Vivimos siempre pendientes de lo que nos falta, muchas veces sin valorar lo que hemos logrado. Hemos acabado superando las aspiraciones naturales por crecer y prosperar para desembocar en una suerte de avaricia vital. Nunca estamos satisfechos, siempre queremos más, de lo que sea, porque más es siempre mejor: un coche más rápido, una casa más grande, un teléfono más inteligente y una escuela más cara para nuestros hijos. Pero como hemos dicho, esta nueva forma de avaricia vital no nos proporciona la felicidad, sino más bien una breve satisfacción puntual. Valorar lo que tenemos y conformarnos de un modo saludable con ello es el antídoto contra esta rueda infinita por el siempre más.
Constantemente somos bombardeados con la idea de que podemos tenerlo todo y no debemos sacrificar nada. Pero esto es, como poco, una quimera: ponerse metas poco realistas o querer llegar a todo es la receta perfecta para lograr una constante sensación de insatisfacción. Si aprendemos a identificar las renuncias que hay tras nuestras decisiones y conseguimos aceptarlas, estaremos más cerca de vivir con mayor plenitud.
Pensemos, por ejemplo, en resoluciones como cambiar de puesto de trabajo, tener hijos o dejar la relación con nuestra pareja. Difíciles, ¿verdad? Cuando nos enfrentamos a una toma de decisiones que sentimos complicada, lo que verdaderamente nos está costando no es elegir una de esas opciones, sino olvidarnos del resto de ellas. Pero la vida es así, debemos aprender a renunciar para poder seguir avanzando. Y aspirar a tenerlo todo conduce a la infelicidad.
Muchas personas acuden frustradas a la consulta de psicólogos y psiquiatras porque sienten que son incapaces de lograr sus metas, y que por más que se esfuercen no consiguen sentirse satisfechos. Ello les produce ansiedad y un bajo estado anímico, e incluso puede dañar sus relaciones sociales. Tras analizar su situación no es difícil ayudarles a darse cuenta de que es imposible obtener de ese modo la felicidad, ya que esta la han condicionado a la consecución de ciertos objetivos que, habitualmente, son incompatibles. Resulta complicado poseer una casa de muchos metros cuadrados y contar con mucho tiempo libre. Es difícil pasar más horas con la familia y conseguir un ascenso en el trabajo. También cuesta sacar tiempo para leer más libros mientras atendemos nuestro muro de Facebook. Hay que elegir.
El camino para que nuestras decisiones nos hagan felices pasa, necesariamente, por aceptar las renuncias como parte del proceso. El día no tiene más horas. Debemos elegir en qué invertimos nuestro tiempo y esfuerzo. Y eso, nuevamente, implica sacrificios. Pero estos deben ser conscientes, decisiones tomadas con determinación y asumiendo sus consecuencias. Por el contrario, si simplemente seguimos avanzando pero imaginando con nostalgia aquello que nunca fue, seguiremos sin valorar aquello que sí tenemos y que con tanto esfuerzo hemos logrado. En ocasiones la mente tiende a idealizar los caminos que no hemos seguido, imaginamos un futuro perfecto en el que tomamos la decisión adecuada y en el que la vida nos sonríe. No nos engañemos. Ninguna realidad, por buena que sea, soporta la comparación con una utopía.
Podemos ponernos los más diversos objetivos en la vida, pero todos ellos tienen en común un paso ulterior, el más importante: lograr la felicidad. No lo olvidemos. La vida implica tomar gran cantidad de decisiones de manera constante. Pero si conseguimos desplazar la atención desde esas renuncias al objetivo final, que es obtener el bienestar, nos resultará más sencillo seguir avanzando.
El País Semanal nº 2046, 13 de diciembre de 2015
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