Un reportaje de JOSÉ LUIS BARBERÍA
Los hijos de la mayor revolución que ha conocido la historia debaten si ha llegado el momento de aplicar una "terapia de choque" que sacuda a la nación del ensimismamiento, la rescate del supuesto marasmo económico y riegue con reformas las arterias de un sistema percibido como caduco. Curiosamente, el país de la palabra justa, precisa, donde toda exageración se condena por inútil, parece haberse entregado a una suerte de psicodrama nacional.
"Tenemos un problema de identidad", asegura Manuel Valls. "La gente se pregunta dónde está Francia, qué es hoy ser francés, cuál es nuestro peso en el mundo". Joseph Pérez cree que existe un paralelismo con la generación de escritores españoles de 1898. "La pérdida de sus respectivos imperios genera en ambos casos un sentimiento traumático de derrotismo", indica. "Como en España hace un siglo, también hoy oímos a diario en Francia que todo va mal, que no trabajamos lo suficiente, que nada de lo que se hace aquí funciona". Los profetas del desastre, se han hecho legión hasta convertir el pesimismo en un género.
Y sin embargo, Francia no ha perdido Cuba, Filipinas ni Puerto Rico, y tampoco está en bancarrota. Cierto, ya no es la potencia que fue hace medio siglo y continúa sin digerir la pérdida de Argelia (1962), pero todavía mantiene tropas en varios países africanos, donde resiste a la penetración estadounidense, sigue siendo uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU y su monarca republicano tiene en sus manos el botón nuclear.
Por primera vez en la historia reciente, el Reino Unido acaba de sobrepasar a Francia en renta per cápita. Es un golpe muy duro ?hace cinco lustros, la renta británica era un 25% inferior a la francesa?, palabras mayores en una sociedad que asiste igualmente, entre perpleja y admirada, al dinamismo económico y a la energía vital de su vecino pobre del sur: España. "Lo de España les sorprende mucho. Tienen 1.500 empresas importantes en nuestro país, entre ellas Renault, Carrefour, Alcampo, Orange, Airbus?, así como una balanza comercial muy favorable, pero ven que cada vez hay más firmas españolas que compran o se instalan aquí. Se resisten con una mezcla de temor y admiración", indica el vicegobernador del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa, Apolonio Ruiz Ligero. No es sólo el desarrollo económico español, es que la idea de una España diferente, moderna, empieza a rasgar el tupido velo de los estereotipos ancestrales.
Conchita, la portera ha sido un arquetipo familiar de las representaciones teatrales durante esas décadas en las que lo español remitía invariablemente a la pobreza y a la dictadura, aunque también al genio, la diversión y la originalidad. Tiempos en los que muchos refugiados políticos españoles renegaban de la España liberticida que mantenía al dictador bajo palio.
Los padres socialistas del entrenador de la selección francesa de fútbol marcaron distancias con la España franquista, pero continuaron adheridos afectivamente a Cataluña y al Barça. Hoy, el entrenador de los bleus se declara admirador rendido del fútbol español. "Hacen un juego extraordinario, les admiro por su despliegue en el campo y su dominio del balón. Me encanta verles jugar", afirma, "porque técnicamente son un equipo superior".
¿Pero Francia está realmente tan en crisis como ella misma proclama? La quinta potencia económica mundial cuenta con un largo muestrario de grandes empresas multinacionales, locomotoras de la industria del país, de las que lo menos que se puede decir, a juzgar por sus cifras de negocio, es que la denostada globalización les ha sentado estupendamente.
Salvo en el campo energético, blindado para que el campeón nacional, EDF, no tenga competidores en casa, Francia tiene una economía abierta que hasta ahora le ha resultado sumamente provechosa. Dispone de una planta industrial potente y completa, tecnología punta, mano de obra cualificada y un elevado nivel de productividad que le han convertido en el primer destino de la inversión extranjera. A eso hay que añadir una marca-país envidiable que le acredita como la cuna de la sofisticación, la calidad y el lujo.
"Esta sociedad posee un alto potencial científico. Cuenta con muchos medios [destina a la investigación el 2,1% de su PIB, algo que nuestro país no alcanzará en muchos años] y tiene dos o tres veces más científicos por mil habitantes que España. Por eso recluta a muchos investigadores extranjeros como yo", indica Alfonso San Miguel, jefe del grupo especializado en Materiales bajo Condiciones Extremas de la Universidad de Lyón. Pese al retroceso de los últimos años, el PIB por habitante asciende a 28.000 € (21.000 € en el caso de España), y tanto la pensión como el salario mínimo (1.230 €) doblan a los establecidos en nuestro país. En la práctica, la jornada laboral de 35 horas semanales habilita dos meses de vacaciones anuales.
¿Crisis? Vista desde fuera, ésta es la crisis a la que se apuntaría, gustoso, el 90% del planeta. Y sin embargo, la crisis francesa es bien real, aunque sólo sea por el hecho mismo de que los ciudadanos la perciben como tal. Los últimos datos de la OCDE muestran que, con un PIB nacional de 2,2 billones de euros (3,1 de Alemania, 2,2 del Reino Unido, 1 de España), el enfermo de Europa tiene un 8,7% de paro (8,6% de media en la UE), un crecimiento del 2% (casi la mitad del español), el 3% de déficit público (contra el superávit español del 1,1%) y una deuda pública del 65% de su PIB (frente al 40% de España). "Son datos preocupantes, pero tampoco demasiado graves para un país con este patrimonio de conocimiento y riqueza", subraya el vicegobernador del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa. Además de suponer un aldabonazo en la decaída moral colectiva, la extraordinaria natalidad -800.000 nuevos ciudadanos- registrada el pasado año permitirá revisar a la baja esa deuda alícuota de 18.000 € que contrae cada bebé que llega al mundo en la República.
"Con las cifras en la mano, no se justifica ese miedo al futuro. Tienen un problema de mentalidad, porque éste es un país que funciona muy bien", concluye Bernardo Sánchez. El director general ejecutivo de Monoprix, la multinacional de la alimentación que da empleo a 18.000 trabajadores, dice no entender el sentimiento melancólico que ha penetrado en los tuétanos de la sociedad. "Todo el mundo se queja como si las cosas fueran de mal en peor. En realidad, no saben lo bueno que tienen".
El contrapunto mayor al derrotismo despechado de la Francia que pierde o que cree que pierde lo aporta, con permiso del rugby, la otra gran pasión deportiva, su exitosa selección de fútbol. Y sin embargo, tampoco ahí nuestros vecinos encuentran el consuelo unánime, porque no faltan los comentarios insidiosos que ironizan sobre la representatividad nacional del primer equipo aludiendo al color, mayoritariamente negro, de los hombres que portan la bleu (la camiseta azul). En el fondo de estos comentarios late la vieja idea de la nación inmutable y homogénea.
La República vive, últimamente, embarrancada en una contradicción flagrante de la que no sabe cómo librarse. Proclama por ley sus valores universales y niega (artículo 1 de su Constitución) toda distinción de origen, raza o religión, pero no logra evitar que el racismo y la xenofobia crezcan soterradamente en su seno. Condena el comunitarismo étnico anglosajón y resulta que en su Asamblea Nacional no hay más ciudadanos negros que los elegidos en la Francia de ultramar. La política y la economía parecen territorios vedados a los franceses de origen magrebí o subsahariano, bien presentes, por otro lado, en el rap, el deporte e incluso en la cultura: el poeta Aimé Césarie, reverenciado como un semidiós; el realizador Rachid Bouchareb; los escritores Leïla Sebbar, Patrick Chamoiseau, Eduard Clissant...
Los que más aparecen por televisión, y no debe de ser casual, son los humoristas Jamel y Gad Elmaleh, que hacen reír y reflexionar a la audiencia contando simplemente sus vivencias. Ellos contribuyen a desnudar a este país de las formalidades hipócritas, ponen en evidencia los clichés étnicos, reclaman con naturalidad el abrazo republicano sin negar, ni exagerar, las diferencias. "¿Crees que he venido a Francia para hacer un curso de desintoxicación de mí mismo, o qué?", exclama Gad Elmaleh en su espectáculo. En la cuna de los derechos humanos, el 61% de los ciudadanos negros declara haber sido víctima de algún caso de discriminación en el último año.
Celosa en la aplicación de la norma, Francia prohíbe que los medios de comunicación caractericen a los protagonistas de las noticias desgraciadas con el dato de su origen étnico o religioso, pero la ley no borra el hecho de que la tasa de paro sea dos veces mayor entre los jóvenes salidos de la inmigración. "Han crecido alimentados por el rencor, sin conocer el valor de la palabra, confundidos en su identidad. Es una generación perdida", dice la escritora Isabelle Alonso. No está claro que se consideren franceses, y tampoco que una parte de la sociedad los reconozca como tales.
Por sus orígenes, Jean-Luc Romero conoce bien esos barrios, antiguos feudos comunistas que han pasado a votar al Frente Nacional, erigido hoy en el primer partido obrero de Francia. "Si eres pobre tendrás que irte a vivir más lejos; a áreas en las que hay más inseguridad, menor calidad de vida, mayor fracaso escolar, menos futuro profesional". Es ahí, en esas barriadas de vivienda pública devastadas por el deterioro urbano y social, donde muchos de estos hijos de inmigrantes buscan en la religión de sus progenitores un refugio identitario, con lo que Francia, la República laica por excelencia, asiste hoy horrorizada a la aparición en su seno de comunitarismos étnicos y religiosos. Las prácticas y usos sociales que devuelven a la mujer a la condición de subordinada la sumen en la perplejidad, aunque no falten reacciones, como el movimiento Ni Putas, Ni Sumisas, que tratan de recuperar los territorios perdidos.
Pese a los admirables esfuerzos de tantos militantes de los derechos humanos, esta sociedad, conformada precisamente a lo largo de la historia por la asimilación de las corrientes migratorias, duda hoy de su capacidad para seguir integrando y, particularmente, para instruir a la religión musulmana en los valores republicanos. "Muchas chicas llevan el velo para que les dejen en paz en sus ambientes familiares y sociales; pero no se puede decir nada contra la cultura árabe porque, por lo visto, eso es incurrir en racismo", se lamenta Isabelle Alonso.
Tal y como hoy se manifiesta en no pocos de los 770 guetos urbanos, el islam, la segunda religión de Francia, con cinco millones de creyentes, interpela frontalmente a la República. ¿Puede el islam integrarse en una república laica? "Tenemos que crear un islam francés que le mantenga fuera de la influencia fundamentalista y sectaria", responde Manuel Valls. Eso, y reconstruir material y moralmente estos barrios, en los que, sin que nadie pase hambre ni falten prendas de marca, lo que sí hay es una aterradora falta de horizontes.
Ocurrió ante el periodista hace unas semanas. Un joven beur (francés de procedencia magrebí) subió al TGV con un cigarrillo encendido en la mano. El revisor acudió raudo a recordarle la prohibición, pero el joven se negó a bajar al andén y a apagar su cigarrillo. No tenía billete ni tampoco documentación. Cuando la discusión subió de tono y el revisor amenazó con traer a la policía, el joven le llamó racista. Había dado con esa palabra tabú que puede obrar efectos milagrosos. La situación se tornó conciliadora. Hablaron, negociaron. El revisor le permitió viajar hasta la siguiente estación. Mientras el funcionario se alejaba, el joven encendió otro cigarrillo y se tumbó ocupando dos asientos con sus pies sobresaliendo en el pasillo.
Entender este país exige conocer el significado del término república, que se contrapone tanto al capitalismo liberal como a las democracias parlamentarias no presidencialistas. La definición es del historiador Joseph Pérez: "La república no es un régimen que se defina por su oposición a la monarquía; es un concepto de Estado fuerte, centralista, capaz de garantizar por ley la igualdad efectiva de derechos de todos los ciudadanos", explica. "Y el jacobinismo", añade, "significa que lo que cuenta para ser francés no es el color de la piel ni los cromosomas, sino la cultura, la pertenencia a una civilización en la que la igualdad de derechos te transforma en ciudadano. A mí me parece una idea muy hermosa".
Distinguido con la Legión de Honor, la máxima condecoración francesa, el profesor Pérez ve en el actual proceso de descentralización administrativa no una mejora en la gestión y utilización de los recursos, sino una marcha atrás, la vuelta al regionalismo anterior a la Revolución. "Muchos políticos defienden la descentralización", dice, "porque sueñan con alcanzar el poder que, por ejemplo, tiene el presidente de la Generalitat de Cataluña".
Hijos de un republicanismo asentado en un modelo de protección social envidiado en el mundo, los franceses viven con particular dramatismo la persistencia de un paro estructural elevado, las deslocalizaciones industriales, el incremento de las desigualdades sociales, la formación de una bolsa de pobreza que alcanza a siete millones de personas, así como la guetización en los suburbios. Es una frustración que no puede entenderse en todo su calado si no se tienen en cuenta los treinta gloriosos, aquellos felices años cincuenta, sesenta y setenta: los tiempos en que los ciudadanos vivían confiados en su poderoso Estado. Desde entonces, Francia contempla con aversión la progresiva pérdida de peso de la política ante un capitalismo financiero que no conoce fronteras.
Puede decirse que la evolución -mejor, la deriva, por utilizar un término muy francés- del mundo le está jugando una mala pasada. Su Estado de bienestar hace aguas porque el país, o las arcas del Estado, no es ya capaz de generar el suficiente crecimiento económico o los recursos como para mantener el actual sistema. Si la izquierda sindical y política es tan conservadora es también porque sus bases sospechan que tienen que perder en la adaptación al capitalismo dominante. Liberalismo es una palabra maldita; de la misma manera que les droits acquis (los derechos adquiridos) son la consigna mágica de la trinchera, la bandera que sostiene la resistencia a facilitar "el enriquecimiento de los ricos a costa de los pobres", en un panorama internacional y, cada vez más, nacional que se percibe despiadado.
"No es sólo que el ascensor social se haya parado, es que ha entrado en escena el descensor en las clases medias. Conozco a bastante gente que hace 10 años vivía mejor", apunta Isabelle Alonso. "Mucha gente ya no se siente segura de cara al futuro", afirma. Blanca Li recuerda que durante los debates que precedieron al frustrado referéndum europeo, un joven intervino en la televisión para explicar, con desenvoltura, que iba a votar No porque el tratado de la UE no le garantizaba el cobro de su pensión. El joven en cuestión tenía 20 años.
"Puede que haya algo de niño mimado en esta sociedad que se queja por todo, a pesar de que tiene acceso a la educación, a la sanidad y una jornada laboral de 35 horas; pero también hay una realidad de pobreza y violencia", subraya Isabelle Alonso. "Vivimos entre mitos y contradicciones. Nuestros proclamados derechos humanos encuentran cada vez menos asiento en la sociedad. Así que la satisfacción de ser franceses convive con el malestar por serlo", indica la cronista de France 2.
Aunque no puede decirse que exista hoy un proyecto Francia exportable al mundo, nuestros vecinos no han renunciado a tratar de tú a tú a la potencia americana ni tampoco a seguir dictando lecciones. "Todos nos sentimos orgullosos de ser franceses el día que el ministro de Exteriores, Dominique de Villepin, denunció en la ONU la política de Bush en Irak", recuerdan, por separado, Joseph Pérez y Jean-Luc Romero. Desde luego, los franceses no fueron los únicos en celebrar ese gesto porque aquel día también otros muchos europeos se felicitaron de que se alzara una voz del continente desautorizando la aventura iraquí.
Según Michel Castillo, el gusto francés por explicar el mundo al mundo está tan arraigado que forma parte de la idiosincrasia nacional. El escritor guarda una anécdota de su encuentro con el filósofo Jean-Paul Sartre. "Cuando llegué a su casa, Simone de Beauvoir le colocó un relojito delante y le dijo que tenía una hora para hablar de España. Él no conocía España, pero se pasó la hora entera contándome a mí, un español, lo que era España. Esta costumbre de dar lecciones a todo el mundo, de meterse en cosas que ni siquiera entienden?". Al igual que Blanca Li, el escritor se declara perplejo ante la seguridad con que los candidatos electorales abordan estos días la política internacional. "Hablan como si fuera Francia la que va a decidir el futuro de Europa y del mundo. Debe de ser cosa de la grandeur. No en vano, nuestra clase política sigue recordando a la monarquía de Luis XIV", sostiene Michel Castillo.
"La idea general", ironiza Raymond Domenech, "es que nosotros lo hacemos bien y que los demás se equivocan. Son ellos los que tienen que cambiar porque nosotros constituimos el centro del mundo. De todas formas", añade, ya en serio, "creo que somos bastante lúcidos cuando denunciamos que la ausencia de barreras facilita la competencia desleal de países en los que los trabajadores ganan una miseria, trabajan 12 horas y no tienen derechos".
La cuestión europea es un fantasma que se pasea por la campaña electoral sin que nadie se dé por aludido. El rechazo ciudadano al tratado defendido por el establishment certificó el divorcio con las élites. "Nos hemos pasado 20 años echando la culpa de nuestros males a Europa, así que no cabe extrañarse de que la mayoría de la sociedad haya llegado a la conclusión de que Europa es un desastre para Francia. El referéndum ha sido la factura por haber despotricado irresponsablemente", explica Jean-Luc Romero. "La gente no cree ya en la clase política, y por eso se desautoriza cualquier iniciativa que provenga de las altas esferas", señala, a su vez, Isabelle Alonso. A su juicio, la situación actual es tan explosiva que puede dar paso a un segundo Mayo del 68. "El no de la izquierda", explica, "iba dirigido contra el liberalismo, no contra Europa, entre otras cosas porque aquí todo el mundo piensa que, si hay alguien europeo, ésa es Francia. Lo que pasa es que tenemos la sensación de que nuestros hijos vivirán peor; que cada vez hay más gente en la calle, más violencia, más desigualdad, y que los servicios públicos empeoran".
El vicegobernador del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa percibe en la sociedad francesa la tentación de pretender vivir al igual que en épocas pasadas, como si el mundo no hubiera cambiado de dirección y la República siguiera siendo determinante a la hora de fijar el rumbo internacional. Se diría que Francia ha vivido demasiado tiempo en la burbuja de sus debates domésticos, sin permitir que su proverbial curiosidad por lo que acontece en el exterior le hiciera extraer las conclusiones pertinentes. "El problema", dice Manuel Valls, "es que nadie le ha explicado a este país que el mundo ha cambiado. Vivimos aferrados a De Gaulle, como los argentinos a Perón". Pero hasta el glorioso discurso gaullista exhibido por los sucesivos presidentes ha empezado a tambalearse entre los jóvenes, ahora que saben que la resistencia contra el nazismo del gallo francés no fue tan consistente como se les dio a entender a las generaciones de la posguerra.
Francia se siente sola, y puede que ese sentimiento responda también al retroceso de su lengua y su cultura. "Antes, la cultura francesa se exportaba sola, y ahora tienen la impresión de haberse vuelto invisibles porque los que imponen las leyes en el arte han pasado a ser los grandes mercados anglosajones y asiáticos. En una gran feria internacional, lo normal es encontrar uno o dos artistas franceses y españoles, pero no más", destaca la directora del Museo del Jeu de Paume de París, Marta Gili. Para el país que ha dedicado un ministerio a la defensa de la francofonía, este aislamiento resulta algo trágico e injusto, sobre todo porque, como dan fe la propia Marta Gili, el investigador Alfonso San Miguel y la coreógrafa Blanca Li, Francia sigue acogiendo con los brazos abiertos a los talentos de la cultura, el arte y la ciencia.
"España es un desierto para la danza; estoy segura de que allí no habría podido estrenar ni la quinta parte de mis obras", afirma Blanca Li. "En España rechazaron mi solicitud de trabajo simplemente por haber hecho mi tesis en el extranjero", señala Alfonso San Miguel. "Al contrario que en España, donde la gestión y la dirección de los centros culturales está muy politizada, aquí han sido capaces de convocar un concurso internacional y darme el puesto, a pesar de ser extranjera", indica la directora del Jeu de Paume. País de literatos e inventores, cuajado de premios Nobel, Francia es un lujo para los creadores, la patria de los que se reconocen por su talento y su genio.
Claro que los ingentes recursos invertidos en la gran tarea de la formación y la creación no garantizan siempre los resultados esperados. La educación nacional absorbe el 7% del PIB, pero produce cada año un 12% de iletrados y arroja a la sociedad 161.000 jóvenes sin cualificación. Ni la izquierda, ni la derecha han sido capaces de articular un proyecto global modernizador de la economía. Por eso hay quien sostiene que la verdadera "excepción francesa" no son sus servicios públicos ni su política cultural proteccionista, sino el inmovilismo, precisamente.
¿Puede Francia cambiar? ¿Preservar lo importante no conlleva un ejercicio de flexibilidad y adaptación? "Este país es como un gran transatlántico que necesita tiempo y espacio para modificar su rumbo, pero que puede alcanzar una gran velocidad de crucero si se marca un objetivo. Necesita adaptarse a la globalización, sincerarse con sus cuentas, decirse lo que pueden pagar", indica Ruiz Ligero. El caso es que en el momento presente todos los políticos se declaran reformistas o antisistema. Conviene tener en cuenta que la suma de los extremos que forman las tres fuerzas trotskistas y el Frente Nacional supone el 30% del electorado.
Aunque una revolución a lo Thatcher reventaría las costuras de la República y provocaría un incendio social devastador -si existe una ciudadanía consciente de sus derechos, ésa sigue siendo la francesa-, parece claro que, con permiso del sindicalismo rocoso y del inmovilismo político, Francia se encamina hacia un mayor rigor. Según Isabelle Alonso, una madre con dos hijos que cobre la renta mínima de inserción (RMI) y perciba las correspondientes ayudas ingresa sólo 40 ó 50 euros mensuales menos que si estuviera trabajando. "Lo normal es que prefiera seguir en el paro y trabajar algo en negro", indica. "Tenemos 500.000 puestos de trabajo por cubrir y tres millones de desempleados, pero esos discursos que tachan de vagos a los parados son profundamente injustos y están elevando la crispación". La respuesta ideal para que las subvenciones y ayudas públicas recuperen la eficacia perdida la ha dado la propuesta de la candidata Royal de elevar el salario mínimo a 1.500€. Claro que la pregunta sigue siendo si la economía francesa puede permitírselo.
Digerir definitivamente su pasado colonial, aceptarse como la potencia media privilegiada que es, despertar del sueño nostálgico que prolonga innecesariamente su larga decadencia y empezar a mirar de frente al futuro, sin traicionarse en sus mejores valores republicanos, parecen requisitos necesarios para la recuperación anímica de esta gran nación llamada a vertebrar y dotar de sentido a Europa.• El País Semanal, 06/05/07
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