Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El corazón de La Odisea es el relato que hace Ulises de sus aventuras y sus infortunios delante de los feacios, que lo escuchaban asombrados y atónitos, agradecidos a ese extranjero que les trae noticias de un mundo exterior del que ellos no saben nada. Son páginas que, una vez leídas, nadie puede ya olvidar, que parecen contener dentro de sí todas las situaciones y los sentimientos que la literatura ha ido contando a lo largo de los siglos: el náufrago que llega a una costa desconocida, la muchacha que lo sorprende en la playa, el rey que lo recibe hospitalariamente en su corte y le pide que cuente sus viajes. En las narraciones antiguas, lo mismo que en los cuentos tradicionales, hay siempre ese pasaje en el que el recién llegado, el hermano que vuelve después de mucho tiempo o el desconocido misterioso, relatan lo que han vivido, responden a las preguntas ansiosas de sus anfitriones, que quieren saber cosas del mundo, que se quedan inmóviles alrededor del fuego, bebiendo las palabras del viajero, pidiéndole que continúe, que les explique más cosas. Ulises y Eneas no son sólo héroes, sino también narradores, su heroísmo personal es inseparable de su voluntad de contar, y lo que los otros admiran en ellos, aparte de los actos, son las hermosas palabras que tienen la virtud invocar lo que ellos han visto y han vivido, lo que permanecerá desde ahora en la imaginación de los que escuchan, convertidos también, sedentariamente, en viajeros. Lo que los griegos le pedían a La Odisea y los romanos a La Eneida es lo mismo que los musulmanes de la Edad Media buscaban en las aventuras de Simbad o en la crónica prodigiosa, y no mucho menos fantástica, del viajero Ibn Battuta, y también lo que cualquiera de nosotros, ahora mismo, desea encontrar en un libro de viajes, o en las cosas que le cuenta un amigo recién llegado de alguna ciudad lejana. Mi primer entusiasmo por Lisboa se lo debo a mi amigo Juan Vida, que estuvo allí antes que yo, y que me contó con su precisión de pintor los colores de los tejados y del cielo y la maravilla a la vez arqueológica y futurista del ascensor público que lo lleva a uno desde la Baixa hasta el barrio alto. Madrid o Sevilla, cuando yo era pequeño, eran ciudades de bellezas y amplitudes fabulosas de las que hablaban mis mayores al volver de sus breves viajes rituales, sus viajes de novios o de médicos, sus regresos del servicio militar. Queremos que nos cuenten cosas de los lugares donde no hemos estado y de los tiempos que no hemos vivido. Queremos o queríamos. Porque yo vengo observando que, a medida que se ensanchan las posibilidades de viajar y de lo que antes se llamaba ver mundo, parece que se estrechan simultáneamente los ángulos de la mirada, y que la vieja curiosidad va desapareciendo justo cuando más fácil resultaría alimentarla y satisfacerla. Observo que ahora voy a algunos sitios y las personas con las que hablo se interesan sobre todo por la impresión que tengo de su tierra, no por los relatos que yo pueda hacerles de las tierras ajenas que yo haya conocido. Al viajero no se le pregunta: ¿qué has visto? La interrogación tiende ahora a ser la inversa: ¿cómo nos ves, cómo nos ven fuera? Observa uno con desgana una especie de exaltación gozosa de lo que cada cual es o quiera ser o imagina que es, un narcisismo tan pegajoso en lo personal como en lo colectivo, tan desinteresado por las vidas ajenas como por los lugares forasteros.
El corazón de La Odisea es el relato que hace Ulises de sus aventuras y sus infortunios delante de los feacios, que lo escuchaban asombrados y atónitos, agradecidos a ese extranjero que les trae noticias de un mundo exterior del que ellos no saben nada. Son páginas que, una vez leídas, nadie puede ya olvidar, que parecen contener dentro de sí todas las situaciones y los sentimientos que la literatura ha ido contando a lo largo de los siglos: el náufrago que llega a una costa desconocida, la muchacha que lo sorprende en la playa, el rey que lo recibe hospitalariamente en su corte y le pide que cuente sus viajes. En las narraciones antiguas, lo mismo que en los cuentos tradicionales, hay siempre ese pasaje en el que el recién llegado, el hermano que vuelve después de mucho tiempo o el desconocido misterioso, relatan lo que han vivido, responden a las preguntas ansiosas de sus anfitriones, que quieren saber cosas del mundo, que se quedan inmóviles alrededor del fuego, bebiendo las palabras del viajero, pidiéndole que continúe, que les explique más cosas. Ulises y Eneas no son sólo héroes, sino también narradores, su heroísmo personal es inseparable de su voluntad de contar, y lo que los otros admiran en ellos, aparte de los actos, son las hermosas palabras que tienen la virtud invocar lo que ellos han visto y han vivido, lo que permanecerá desde ahora en la imaginación de los que escuchan, convertidos también, sedentariamente, en viajeros. Lo que los griegos le pedían a La Odisea y los romanos a La Eneida es lo mismo que los musulmanes de la Edad Media buscaban en las aventuras de Simbad o en la crónica prodigiosa, y no mucho menos fantástica, del viajero Ibn Battuta, y también lo que cualquiera de nosotros, ahora mismo, desea encontrar en un libro de viajes, o en las cosas que le cuenta un amigo recién llegado de alguna ciudad lejana. Mi primer entusiasmo por Lisboa se lo debo a mi amigo Juan Vida, que estuvo allí antes que yo, y que me contó con su precisión de pintor los colores de los tejados y del cielo y la maravilla a la vez arqueológica y futurista del ascensor público que lo lleva a uno desde la Baixa hasta el barrio alto. Madrid o Sevilla, cuando yo era pequeño, eran ciudades de bellezas y amplitudes fabulosas de las que hablaban mis mayores al volver de sus breves viajes rituales, sus viajes de novios o de médicos, sus regresos del servicio militar. Queremos que nos cuenten cosas de los lugares donde no hemos estado y de los tiempos que no hemos vivido. Queremos o queríamos. Porque yo vengo observando que, a medida que se ensanchan las posibilidades de viajar y de lo que antes se llamaba ver mundo, parece que se estrechan simultáneamente los ángulos de la mirada, y que la vieja curiosidad va desapareciendo justo cuando más fácil resultaría alimentarla y satisfacerla. Observo que ahora voy a algunos sitios y las personas con las que hablo se interesan sobre todo por la impresión que tengo de su tierra, no por los relatos que yo pueda hacerles de las tierras ajenas que yo haya conocido. Al viajero no se le pregunta: ¿qué has visto? La interrogación tiende ahora a ser la inversa: ¿cómo nos ves, cómo nos ven fuera? Observa uno con desgana una especie de exaltación gozosa de lo que cada cual es o quiera ser o imagina que es, un narcisismo tan pegajoso en lo personal como en lo colectivo, tan desinteresado por las vidas ajenas como por los lugares forasteros.
Según dice una encuesta que se ha publicado por ahí, la mayoría de los andaluces están tan encantados con su vida y con su tierra que, de todos los españoles, son los menos aficionados a viajar. Hace poco, en este suplemento andaluz del periódico se dedicaba una página entera a entrevistar a Francisco Ayala, que a lo largo de los noventa y dos años de su vida ha presenciado más cosas y conocido más países que la inmensa mayoría de nosotros, y sobre lo único que se le preguntaba era sobre Andalucía: sobre si tiene identidad o no, sobre si los andaluces han de formar grupos de presión, sobre si existe la célebre cultura andaluza, incluso se le recordaba con cierto tono de reproche que al volver de su exilio no se había instalado en Andalucía, sino en Madrid. En ningún momento el entrevistador mostraba la menor curiosidad por las gentes, las ciudades, las épocas que Francisco Ayala ha conocido, y de las que guarda, como puede atestiguar cualquiera que haya conversado con él, una memoria exacta y luminosa.
No sé si somos
capaces de darnos cuenta de lo que nos está pasando, de la intoxicación
de ignorancia y narcisismo que crece cada día y que por no servir no
sirve ni para que nos conozcamos mejor nosotros mismos. Los relatos de
los viajeros se quedan sin público: al náufrago, al recién llegado, lo
miramos en todo caso con un poco de lástima, porque no tiene la suerte,
como nosotros, de haber nacido en nuestra isla, de no salir nunca de
ella.
El País, 11 de marzo de 1998
El País, 11 de marzo de 1998
2 comments:
I have read the article and I have felt the necessity of answer to you. I think you have posted this article because you agree with the author, so I want to answer because I also agree with him.
While I was reading the text, I realized that I am not the only one that thinks spaniards’ minds are too much closed. And I say “closed” in the meaning of their thoughts related to another countries or another cities. Everyone of my friends thinks in the same way: “I am studying here, I will work here and I will live here all my life, because there is not better place than Sevilla.” I can’t understand this thought… maybe because I have never lived in the same place for more than 3 years. I’m sure this fact have opened my mind. I have realized that in every new place I go, the people think their city is the best, their customs.
So, when I tell my friends that next year I hope to continue my studies of medicine in Italy, they tell me that I am crazy. Maybe, but from my point of view to be crazy means not to wish to know new countries, new people, new different cultures. All that is able to open your mind in a way that nobody can understand until he lives it.
I don’t know if I have been able to explain my ideas in the right way. I only wanted to thank you for this article.
Patricia, Level 2
Es verdad que los andaluces en general y los sevillanos en particular tenemos una tendencia, cuando menos excesiva, a enaltecer lo propio y a mirarnos el ombligo. También es cierto que se vive tan bien aquí que cuando uno viaja esta teoría se acrecenta aún más.
A pesar de pensar así, estoy de acuerdo con la opinión de Muñoz Molina, porque no hay nada más interesante que aprender del que conoce y del que además sabe contarlo. Carlos es en cierta medida un Ulises de la comunicación, sólo falta que nos relate en su blog las vivencias de sus muchos viajes, que deben haber sido tan enriquecedores y tan divertidos...
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