Hace falta poder volver a saber hacia dónde queremos dirigirnos y
para eso estaría
bien contar con opciones que nos muestren un porvenir algo más
esperanzador
Por
CRISTINA MANZANO
Hubo una época en la que la ciencia ficción pintaba un porvenir
prometedor. Los padres del género, Julio Verne y H. G. Wells, nos hicieron
bajar a las entrañas de la Tierra y a las profundidades del mar; nos llevaron a
la Luna y nos permitieron viajar en el tiempo o volvernos invisibles. Nos
hablaban de un mundo de progreso en el que la ciencia, la tecnología y la
innovación, unidas a su gran imaginación, perfilaban un futuro emocionante e
ilusionante.
Luego llegaron las distopías totalitarias de George Orwell y
Aldous Huxley, que retrataban una humanidad dominada por “el sistema”. Pero más
que mirar al futuro, narraban las metáforas de los autoritarismos de aquel
presente. Algo más tarde, Isaac Asimov construyó con su abrumadora sabiduría e
imaginación la gran saga de lo que la tecnología en general, y la robótica en
particular, podrían suponer, alertando de sus potenciales peligros pero también
vislumbrando su enorme e inevitable contribución a la evolución del ser humano.
Hoy Black Mirror dibuja
un futuro en el que la tecnología, que todo lo domina, no está al servicio del
ser humano, sino al de sus peores instintos. Un futuro aterrador porque lo
podemos ver a la vuelta de la esquina.
Son solo algunos ejemplos en un universo muy variado
—predominantemente masculino, por cierto—, que muestran cómo la ciencia ficción
nos ha permitido explorar lo que otras ramas del saber nos tenían preparado.
Muestran también un estado de ánimo de la sociedad, una determinada
predisposición ante el porvenir. Lo que hoy vemos es un determinismo
tecnológico que nos arrastra irremisiblemente a una dependencia ante la que la
voluntad humana poco puede hacer. Y ahí el gran gurú del futuro no es un autor
de ficción, sino un pensador y ensayista, Yuval Noah Harari.
Como es lógico, este estado de ánimo se refleja también en la
política. La izquierda, aupada en un espíritu de progreso, se consideraba
tradicionalmente optimista, mientras que la derecha, de natural conservadora,
bastante tenía con mantener el status quo. Ese paradigma ha cambiado (ya lo contó Daniel Innerarity en El futuro y sus enemigos) y en el aire
se respira un aroma de impotencia. No solo eso, sino que atrapados en sus
cuitas cotidianas, los partidos políticos, viejos y nuevos, no están afrontando
los múltiples y complejos desafíos que el desarrollo tecnológico plantea —en
realidad, ni esos ni ningún otro que no tenga que ver con su propia
supervivencia—.
Ahora no importa tanto saber cuándo Black Mirror mató a Julio Verne. Ya está hecho. Lo que hace falta
es poder volver a saber hacia dónde queremos dirigirnos y para eso estaría bien
contar con opciones que nos muestren un porvenir algo más esperanzador. Porque,
si no somos capaces de imaginar un futuro mejor, ¿cómo vamos a ir hacia él? (El País, 8.03.19)