Aquella nueva España laica, moderna e ilustrada ha sido arrojada al desván de las ilusiones perdidas. Vuelve la ignorancia autosatisfecha que contempla apáticamente la destrucción de la cultura y la dispersión del talento. Por RAFAEL ARGULLOL
En medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. Cada vez es más evidente que el desastre puede comprometer el futuro a lo largo de décadas, si no de todo el siglo XXI. Me refiero al progresivo deterioro de la cultura y al drástico abandono de programas de investigación científica que tienen su encarnación más evidente en el éxodo de decenas de miles de graduados universitarios. Lo que está en marcha es una auténtica contrarreforma, la última de las que han impedido el acceso a una sociedad con arraigo ilustrado.
Sin embargo, esta nueva contrarreforma, quizá por ingenuos, nos ha sorprendido a muchos de los que pensábamos, hace unos lustros, que, por fin, España avanzaba por la senda de una mentalidad moderna. Aunque aparenten ser muy lejanos no lo son tanto los años en que parecían encauzarse poderosas energías en esta dirección. Pese a las servidumbres políticas de la Transición, no hay duda de que la primera etapa democrática se vio impulsada por las tendencias hegemónicas en la cultura antifranquista, de manera que el modelo que se dibujaba para la nueva España se sustentaba en criterios modernos, laicos, ilustrados, federales y, pese a la aceptación obligada —o casi— de la Monarquía, republicanos. Durante una veintena de años, hasta mediados de los noventa, aquel modelo implicó las complicidades suficientemente fuertes y eficaces como para que, si gustan estas denominaciones, se pueda hablar de una Generación de la Democracia, con una acentuada excelencia en el terreno de la creación y el pensamiento —homologable a lo que en aquellos momentos se realizaba en Europa— y un reforzamiento sin precedentes de la investigación científica.
Muchos de los científicos que ahora dejan las universidades españolas emprendieron entonces el camino opuesto para fomentar aquí centros prometedores, que dieron frutos notables en los años inmediatos. Con el cambio de siglo y las nuevas condiciones políticas aquel juego de complicidades intelectuales, procedente de la cultura antifranquista, fue debilitándose progresivamente, hasta el punto de que el ideal ilustrado dejó de estar en el centro del tablero. Los años de la opulencia especulativa no llevaron, para nada, aparejados, años de opulencia cultural. Finalizados aquéllos, e instalados en la hipócritamente llamada austeridad, se pusieron en marcha los mecanismos del desmantelamiento científico y del desprecio por la cultura. Aquella nueva España democrática —laica, moderna, ilustrada— era arrojada al desván de las ilusiones perdidas mientras ocupaban el escenario una debilitada dignidad escéptica y un cada vez más vociferante coro contrarreformista. Es, y ojalá me equivoque, una contrarreforma en toda regla, sucesora y consecuencia, al menos en parte, de otras contrarreformas que jalonan la historia de España, y con las que somos poco dados a confrontarnos críticamente.
Los años de la opulencia especulativa no llevaron para nada aparejados años de opulencia cultural
Un ejemplo que, en su momento, me llamó mucho la atención fue la pérdida de una oportunidad de oro en 1992. Era una época todavía muy vigorosa en el desarrollo cultural de la joven democracia y, además, marcada por grandes acontecimientos colectivos, como las Olimpíadas de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla. Se conmemoraba el 500º aniversario del descubrimiento de América. Se hicieron muchos discursos apologéticos pero —¡500 años después!— no hubo una autocrítica profunda de la Conquista y la Colonización americanas y, por tanto, no se dio una enseñanza más compleja de aquellos hechos decisivos. Pero hubo un caso peor. En 1992 hubiese debido conmemorarse también el quinto centenario de la expulsión de los judíos. Hubo pocas, muy pocas, palabras alrededor de este tema. Se pasó de puntillas sobre una circunstancia capital, demostrándose, con creces, la incapacidad para observarse en el espejo del pasado como aprendizaje y no como venganza. ¿Podía la sociedad española mirar cara a cara lo sucedido en la relativamente reciente Guerra Civil si era incapaz de hacerlo con respecto a sucesos acaecidos cinco centurias antes?
Y, no obstante, la expulsión de los judíos, una monstruosidad en sí misma, ha marcado el devenir de la cultura y la mentalidad españolas a lo largo de los siglos. Con esa expulsión se eliminó a una minoría —muy amplia, por cierto, en relación al conjunto de la población— que reunía unas condiciones singulares: sabía, por lo general, leer y escribir. Se cortaba de cuajo uno de los caudales por el que podía circular la cultura más avanzada de la época. De hecho pienso que España, con universidades como las de Salamanca y Alcalá de Henares, estaba en condiciones privilegiadas para recibir el enorme impacto que la cultura del Quattrocento italiano iba a causar en Europa durante el siglo XVI. El Humanismo se expandió, es cierto, pero la fecundidad del Renacimiento pronto se vio debilitada por la Contrarreforma que, si bien tuvo en la Inquisición su referente más vistoso y lúgubre, afectó todos los planos de la vida social, mutilando en buena medida el futuro de la cultura hispana.
El menosprecio de la libertad y de la cultura crítica fue el argumento que articuló la primera gran contrarreforma. Y algo similar ocurrió con la segunda, la que cerró la puerta al movimiento ilustrado. Hoy día deberían ser materia de lectura obligatoria los escritos de Jovellanos. El lector encontraría suficientes paralelismos entre aquellos anhelos frustrados y los actuales, no, claro está, en lo que los economistas llaman “signos exteriores de riqueza”, mucho más evidentes ahora, sino en la pobreza mental, donde la similitud es mucho mayor. Y, tras Jovellanos, también Goya debería habitar entre nosotros para que, como entonces, su ojo captara, aunque fuese a través de las pantallas, la miseria espiritual de nuestro tiempo, y su pincel pudiese reflejar, en colores nuestros, hasta qué punto la algarabía mental y el populismo demagógico se imponen grotescamente. Si la primera contrarreforma cercenó el humanismo renacentista, la segunda contrarreforma cerró las puertas a la Ilustración que vertebraba la civilización europea.
Reemergen, con máscaras nuevas, el desprecio por la libertad y la crítica, el fanatismo y los populismos
La Guerra Civil fue el inicio brutal de la tercera contrarreforma. Conocemos las consecuencias pero, como siempre que se trata de mirar autocríticamente el pasado, tenemos notables dosis de confusión respecto a las causas. También antes de que estallara esta tercera contrarreforma hubo grandes esperanzas e ilusiones perdidas. El enorme mérito de los que intentaron en el primer tercio del siglo XX —y desde finales del anterior— la modernización mental de España reside en la orfandad de la que procedían. A diferencia de la mayoría de los europeos, los escritores, artistas y pensadores que se lanzaron en aquella dirección carecían del respaldo histórico del Renacimiento y de la Ilustración. No es el caso de España. Pero esto ofrece aún más valor al movimiento intelectual que, con todas sus contradicciones, se presentó como garantía de un futuro libre. Se ha dicho que, sin la Guerra Civil, y pese a su inclinación por la violencia política, España habría culminado su proceso, como lo demostraría el enorme bagaje diseminado, tras la contienda, en los exilios exterior e interior. No lo sabemos. Únicamente sabemos que la dictadura edificó sólidamente su propia contrarreforma.
La cultura que emergió en 1975 también es huérfana. No solo de Renacimiento y de Ilustración sino, en buena medida, de lo que en general puede calificarse de Modernidad. Pero, como contrapartida, el empuje pareció arrollador, como si una entera sociedad quisiese, en pocos años, recuperar las décadas, y tal vez las centurias, perdidas. El proceso tuvo sus efectos, en especial después de la integración en la Europa política. Ahora percibimos, sin embargo, que bajo la apariencia más o menos brillante, quedaban, como pesados anclajes, demasiadas cuentas pendientes. Y cuando el suelo se quebró —por fragilidad o por agotamiento o por corrupción— reemergieron, con máscaras nuevas, las criaturas del subsuelo: el desprecio por la libertad y la crítica, el fanatismo, los populismos de todo tipo. Y la más dañina: la ignorancia autosatisfecha que contempla apáticamente la destrucción de la cultura y la dispersión del talento.
Ésta es la cuarta contrarreforma. Si hemos aprendido algo de las anteriores deberíamos detenerla a tiempo.
El País, 10 de mayo de 2014