Thursday, May 30, 2013

Virtual people, real friends

Another week, another survey claiming to reveal great truths about ourselves. This one says that – shock, horror – people are increasingly open to turning "online" friends into people they'd think worthy of calling real life friends. To which I can only say good: Quite right too. If there's a more perfect place for making real friends, I have yet to find it. However, when surveys like this are reported in the media, it's always with a slight air of "It's a crazy, crazy world!" And whenever the subject crops up in conversation, it’s clear that people look down on friends like these. In fact some members of my family still refer to my partner of six years as my "Internet Boyfriend".

It's the sense of shock that surprises me, as if people on the internet were not "real" at all. Certainly, people play a character online quite often – they may be a more confident or more argumentative version of their real selves – but what's the alternative? What's the thing that's so much better than making friends in a virtual world? Meeting people at work? Perhaps, but for some, a professional distance between their work selves and their social selves is necessary, especially if they tend to let their guard down and might do or say something they will later regret. And are people really much more themselves in pubs than online?

Far from being the home of oddballs and potential serial killers, the internet is full of like-minded people. For the first time in history we're lucky enough to choose friends not by location or luck, but pinpoint perfect friends who have similar interests and senses of humour or passionate feelings about the same things. The friends I’ve made online might be spread wide, geographically, but I'm closer to them than anyone I went to school with, by about a million miles. They’re the best friends I have.
For people like me who might be a little shy – and there are plenty of us about – moving conversations from the net to a coffee shop is a much more normal process than people who spend less time online might expect. The benefit is clear – you cut out all the boring small talk. What could be better? There's no trying to slowly work out whether you think similarly or have the same kinds of life experience, or whether you really do have enough in common to sustain the friendship – all that is done by the time you meet because you've read their comments or their emails or their blog.
Obviously, there will always be concern about the dangers of online friendship. There are always stories going around about "man runs off with the woman he met on Second Life" or people who meet their soulmate online and are never seen again. But people are people, whether online or not. As for “real” friendship dying out, surely social networking is simply redefining our notion of what this is in the twenty-first century?

So, is it really that odd that we're increasingly converting virtual friends to real, physical ones as well as the other way around? Frankly, I now think it's weird to do much else. Call me naïve, call me a social misfit, I don't care. Virtual people make the best real friends.
 Adapted from an article by Anna Pickard, The Guardian, Friday 2 January 2009 

Thursday, May 09, 2013

El relato del viajero

Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

El corazón de La Odisea es el relato que hace Ulises de sus aventuras y sus infortunios delante de los feacios, que lo escuchaban asombrados y atónitos, agradecidos a ese extranjero que les trae noticias de un mundo exterior del que ellos no saben nada. Son páginas que, una vez leídas, nadie puede ya olvidar, que parecen contener dentro de sí todas las situaciones y los sentimientos que la literatura ha ido contando a lo largo de los siglos: el náufrago que llega a una costa desconocida, la muchacha que lo sorprende en la playa, el rey que lo recibe hospitalariamente en su corte y le pide que cuente sus viajes. En las narraciones antiguas, lo mismo que en los cuentos tradicionales, hay siempre ese pasaje en el que el recién llegado, el hermano que vuelve después de mucho tiempo o el desconocido misterioso, relatan lo que han vivido, responden a las preguntas ansiosas de sus anfitriones, que quieren saber cosas del mundo, que se quedan inmóviles alrededor del fuego, bebiendo las palabras del viajero, pidiéndole que continúe, que les explique más cosas. Ulises y Eneas no son sólo héroes, sino también narradores, su heroísmo personal es inseparable de su voluntad de contar, y lo que los otros admiran en ellos, aparte de los actos, son las hermosas palabras que tienen la virtud invocar lo que ellos han visto y han vivido, lo que permanecerá desde ahora en la imaginación de los que escuchan, convertidos también, sedentariamente, en viajeros. Lo que los griegos le pedían a La Odisea y los romanos a La Eneida es lo mismo que los musulmanes de la Edad Media buscaban en las aventuras de Simbad o en la crónica prodigiosa, y no mucho menos fantástica, del viajero Ibn Battuta, y también lo que cualquiera de nosotros, ahora mismo, desea encontrar en un libro de viajes, o en las cosas que le cuenta un amigo recién llegado de alguna ciudad lejana. Mi primer entusiasmo por Lisboa se lo debo a mi amigo Juan Vida, que estuvo allí antes que yo, y que me contó con su precisión de pintor los colores de los tejados y del cielo y la maravilla a la vez arqueológica y futurista del ascensor público que lo lleva a uno desde la Baixa hasta el barrio alto. Madrid o Sevilla, cuando yo era pequeño, eran ciudades de bellezas y amplitudes fabulosas de las que hablaban mis mayores al volver de sus breves viajes rituales, sus viajes de novios o de médicos, sus regresos del servicio militar. Queremos que nos cuenten cosas de los lugares donde no hemos estado y de los tiempos que no hemos vivido. Queremos o queríamos. Porque yo vengo observando que, a medida que se ensanchan las posibilidades de viajar y de lo que antes se llamaba ver mundo, parece que se estrechan simultáneamente los ángulos de la mirada, y que la vieja curiosidad va desapareciendo justo cuando más fácil resultaría alimentarla y satisfacerla. Observo que ahora voy a algunos sitios y las personas con las que hablo se interesan sobre todo por la impresión que tengo de su tierra, no por los relatos que yo pueda hacerles de las tierras ajenas que yo haya conocido. Al viajero no se le pregunta: ¿qué has visto? La interrogación tiende ahora a ser la inversa: ¿cómo nos ves, cómo nos ven fuera? Observa uno con desgana una especie de exaltación gozosa de lo que cada cual es o quiera ser o imagina que es, un narcisismo tan pegajoso en lo personal como en lo colectivo, tan desinteresado por las vidas ajenas como por los lugares forasteros. 

Según dice una encuesta que se ha publicado por ahí, la mayoría de los andaluces están tan encantados con su vida y con su tierra que, de todos los españoles, son los menos aficionados a viajar. Hace poco, en este suplemento andaluz del periódico se dedicaba una página entera a entrevistar a Francisco Ayala, que a lo largo de los noventa y dos años de su vida ha presenciado más cosas y conocido más países que la inmensa mayoría de nosotros, y sobre lo único que se le preguntaba era sobre Andalucía: sobre si tiene identidad o no, sobre si los andaluces han de formar grupos de presión, sobre si existe la célebre cultura andaluza, incluso se le recordaba con cierto tono de reproche que al volver de su exilio no se había instalado en Andalucía, sino en Madrid. En ningún momento el entrevistador mostraba la menor curiosidad por las gentes, las ciudades, las épocas que Francisco Ayala ha conocido, y de las que guarda, como puede atestiguar cualquiera que haya conversado con él, una memoria exacta y luminosa.

No sé si somos capaces de darnos cuenta de lo que nos está pasando, de la intoxicación de ignorancia y narcisismo que crece cada día y que por no servir no sirve ni para que nos conozcamos mejor nosotros mismos. Los relatos de los viajeros se quedan sin público: al náufrago, al recién llegado, lo miramos en todo caso con un poco de lástima, porque no tiene la suerte, como nosotros, de haber nacido en nuestra isla, de no salir nunca de ella.
El País, 11 de marzo de 1998